La Convención de los resentidos por Álvaro Vergara

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Durante la semana antepasada, algunos justificaron la insistencia de Francisca Linconao por hablar en las sesiones en Mapuzungun como un ejercicio de reivindicación histórica. Otros, a su vez, lo consideraron como un acto simbólico, representante de la diversidad étnica nacional. Otros, como un simple “show”. A mí, mientras tanto, me sirvió para constatar una tesis que vengo sosteniendo para mis adentros desde hace un tiempo: esta es una Convención de resentidos.

Y en efecto, pareciera ser que el resentimiento ha llegado a tal punto, que los constituyentes son verdaderamente una extensión de la situación actual de una parte importante de la política —y me refiero en sentido amplio, no en su delimitación institucional—. El ejemplo de Linconao es interesante, porque detrás del acto de hablar en una lengua que pocos entienden, pudiendo hacerlo en una común, aflora un sentimiento oculto de venganza por lo que alguna vez sufrió ella misma, o “su” pueblo, o a sus ancestros —o todas a la vez—. Y esto no es nada extraño, lo mismo llega a ocurrir a veces incluso a nivel familiar o en las amistades. Lo difícil está en tener la virtud para no caer en lo mismo.

En ese sentido, es normal que siempre que se sufra una discriminación, un ataque o una burla, el individuo se resienta contra el agente opresor, ante lo cual esperará la oportunidad para que aquel daño subjetivo sea devuelto. Es por esto que el acto de Luciano Silva demuestra una gran altitud moral y calidad humana, perdonando a otro constituyente por sus dichos justificantes de la funa y la violencia que sufrió en carne propia. Lo de Silva es un acto ejemplar, poco común en los tiempos actuales. Lo de Baradit en tanto, es una confirmación de la limitación de sus facultades intelectuales y morales.

 

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Ahora bien, la tesis de que el resentimiento pasó a ser un rasgo característico de las sociedades modernas, obviamente, no es original mía. Alexis de Tocqueville, por ejemplo, pudo notar que a medida que las desigualdades disminuyen, estas se hacen más insoportables, y el resentimiento, por tanto, constituye un componente natural del fenómeno. Albert Camus, también lo advirtió, de hecho, el francés veía al “ressentiment” como un rasgo definitorio del mundo moderno. Lo mismo Kierkegaard, quien llegó a caracterizar al siglo XIX por estar dominado de un tipo particular de envidia: aquella que surge cuando las personas se consideran iguales y buscan la ventaja por sobre los demás —ósea, el resentimiento—.

¿Por qué lo anterior es importante? Porque lo que notaron estos pensadores causa sentido en nuestros días. En lugares donde los hombres se ven iguales al prójimo, y no reconocen en él excelencias o rasgos superiores a los propios, en el mismo momento en que una persona sobresale por cualquier motivo, la envidia surge en otra. “¿Por qué a él le va mejor si no somos diferentes?”.

En ese sentido, algunos integrantes del órgano constituyente, históricamente excluidos, y ahora difusores institucionales del resentimiento, fueron corrompidos hasta tal punto que hoy no tienen la estatura y la templanza para abstenerse de cometer uno de los peores errores en política: menospreciar al rival. Esto se ha podido ver con los cortes de micrófono, o con la exclusión de antemano de otras opiniones en la deliberación de ciertos temas. La condición de ganadores les tiene enceguecidos, y no les permite recordar lo que ellos sufrieron antes. Si bien hoy pueden detentar el poder, no se dan cuenta que mañana puede ser diferente y que pueden pagarlo caro con su conducta actual. La política es dinámica y de constante cambio, eso deberían saberlo.

Por otro lado, los constituyentes de derecha tampoco lo hacen mejor. Con una vana superioridad moral, han catalogado a la Convención desde el día uno como un “show” —como si eso ayudara en algo—. No se dan cuenta de que ellos también son personajes de la obra. Cayendo en la misma lógica, la pérdida de minutos y segundos que se va acumulando día a día para criticar la actitud —infantil por cierto— de otros constituyentes y de la Mesa Directiva también les puede pasar la cuenta. Para qué decir del deplorable “show” de la “Negrita”, en el que algunos constituyentes cayeron en el ridículo. ¿Cuál era la finalidad? ¿Sumarse al espectáculo?

Con todo, la Convención Constituyente, hasta ahora, ha reflejado bien la actitud con que Rousseau describió a su idea del ser humano en sociedad: un ser dominado por el deseo y la ridícula necesidad de lograr el reconocimiento de otro. Si lo anterior es vinculado a lo dicho por Maquiavelo; a saber, de que la fundación del Estado descansa en la “acción benefactora” de hombres movidos por sus ansias de gloria, tenemos un posible diagnóstico de la personalidad de varios constituyentes. Bueno, podría decirse que, en cierto sentido, por algo postularon a la Convención, ansias de gloria no faltaban.

Por

Álvaro Vergara

Investigador de la Fundación para el Progreso. Abogado, Licenciado en Ciencias Jurídicas de la Universidad de los Andes, con especialidad en Derecho Ambiental y Minor en Ciencias Políticas. Actualmente cursa el Magister en Estudios Políticos en la misma universidad.

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