El difícil laberinto de lo “Políticamente correcto” por Axel Kaiser

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La transformación de Negrita en Chokita, la advertencia que Disney+ hace antes de ciertas películas —alertando sobre representaciones culturales en algunos de sus filmes clásicos— y el ‘todos, todas y todes’ de los convencionales tienen nexos que los unen. Se enmarcan en un mismo telón de fondo: un debate cultural en torno a conceptos como la identidad, la representación y el lenguaje, uno de los más encendidos de la actualidad.

 

Son apenas 30 gramos. Una pequeña galleta con crema de vainilla y cobertura de chocolate, cuyos fabricantes decidieron hace algunos días que era momento —’en línea con su cultura de respeto y no discriminación’, comunicaron— de un cambio. La Negrita renacerá como Chokita, para ‘todas y todos’. Pero, así como sostienen algunos que ‘no son 30 pesos, son 30 años’, en este caso podría decirse que no son 30 gramos.

 

La clásica golosina se convirtió, de un minuto a otro, en una suerte de símbolo de una suma de debates abiertos. La punta de un iceberg, si se quiere, de un campo en que se cruzan discusiones culturales, políticas y sociales. De ahí, por ejemplo, que cuando se comenzaba a hablar de la suerte que corrió la galleta, se terminase dedicando líneas a la Convención Constitucional.

 

El salto de una cosa a otra no es fácil de seguir y en la maraña conceptual que las conecta se cruzan desde filósofos del posestructuralismo francés, pasando por películas de Disney y los réditos políticos. Los porqués y los cómo, a continuación.

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Del meme a la academia

Con el anuncio de Nestlé, WhatsApps laborales y familiares estallaron en memes que jugaban con aplicar el update hecho a la Negrita a otros productos o platos: así, nacieron en cosa de horas el ‘bistec a lo vulnerable’, ya no a lo pobre, y los ‘plurinacionales’ o exchilenitos. Convertida en anécdota, Chokita pasó tan rápido como llegó.

 

Pero en universidades y centros de estudios, la galleta se masticó más lento. Y dejó sabores distintos. ‘Diría que la cancelación de Negrita lo que refleja es un proceso de profunda descomposición cultural y que amenaza con convertirse casi en una crisis civilizatoria, cuando uno entiende los fundamentos que están detrás de esto’, sostiene el presidente de la Fundación para el Progreso (FPP), Axel Kaiser. Para él, lo que hay tras el cambio de nombre ‘es el mismo fenómeno que ves cuando Disney decide cancelar ciertas películas, o cuando se advirtió que se iba a eliminar la película ‘Lo que el viento se llevó’, por ejemplo’.

 

En la U. Austral, en tanto, la académica, doctora en Derecho y experta en materias de género, Yanira Zúñiga, propone otra lectura. Aunque es difícil saber si esto ‘responde a un compromiso genuino con una visión’ o a una estrategia comercial, advierte, ve en el ajuste que tanto esta como otras empresas ‘están detectando un cierto movimiento cultural que es relevante. No solo en términos comerciales, sino sobre todo en términos políticos’. ¿Qué corriente es esta? Aquella que han puesto en debate, explica, ‘la necesidad de reflexionar sobre el impacto que tienen ciertos usos lingüísticos, sobre todo en las representaciones de ciertos grupos sociales desaventajados y cómo, entonces, el lenguaje no sería neutro’.

 

 

El telón de fondo

Hay veredas distintas desde donde leer el panorama, pero algunos conceptos coinciden: identidades y representación, por ejemplo. Y a su alrededor, se dibujan otros más líquidos como qué es lo políticamente correcto en estos tiempos.

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En el esfuerzo de rastrear el origen de esta madeja, varios análisis se remontan décadas atrás. Si se busca una especie de marco teórico, se repiten algunos referentes: el posmodernismo y el posestructuralismo francés de filósofos como Jacques Derrida o Michael Foucault, en que estructuras, palabras y jerarquías se analizan, deconstruyen y cuestionan, dando un lugar preferente a las subjetividades. Enfoques que cruzaron el charco, aterrizaron en los campus estadounidenses y entraron en la misma juguera con otros ingredientes, como los movimientos de protesta y de defensa de minorías. El cóctel resultante es para algunos el terreno en que luego emergerían con fuerza fenómenos como el identitarismo o la corrección política.

 

‘Estos términos, que solemos usar de modo más o menos intercambiable, efectivamente tienden a traslaparse; y aunque refieren a distintos aspectos del problema, está claro que comparten un telón cultural de fondo. Una parte de ese trasfondo fue anticipada por Tocqueville en el siglo XIX: la cultura individualista de la democracia contemporánea, nota él, no lleva solo a una ampliación de las libertades, sino también al reinado de la opinión y eventualmente a un despotismo de la opinión dominante’, sintetiza Manfred Svensson, director del Instituto de Filosofía de la Universidad de los Andes e investigador sénior del IES.

 

En las páginas de ‘Ideas periódicas. Introducción a la sociedad de hoy’, Carlos Peña también recoge este tema: ‘Uno de los rasgos que se pueden apreciar hoy en el debate público es la aparición de un conjunto de criterios para disciplinar el discurso. Se castiga el uso de ciertos términos que se juzgan odiosos, ofensivos o desdorosos, y se reclama protección para la identidad del grupo al que se pertenece, cuyos valores o creencias debieran ser aceptados sin más’.

 

Pero, un minuto. ¿Cuándo se importaron estos fenómenos a Chile? Svensson aventura que un factor clave en la irrupción de estas visiones es ‘la nueva izquierda’. ‘La política de identidad entra también por otras vías, desde luego, pero es de la mano de esta izquierda joven que ha adquirido la presencia pública que tiene’, precisa.

 

Para algunos, el nexo con la izquierda no deja de ser curioso. El intelectual norteamericano Robert P. George lo hizo ver en estas mismas páginas, cuando planteó que la base del socialismo ya no estaba en la clase trabajadora: ‘Es muy difícil de entender, pero la ideología dominante de la izquierda es la liberación de la persona, con un carácter altamente individualista, cuestión que arranca desde la revolución del 68, lo que es irónico, porque la izquierda siempre ha estado en contra de este tipo de individualismo, especialmente en asuntos económicos’.

 

Y tanto en el extranjero como a nivel local, los ojos de muchos de quienes les siguen la pista a estos fenómenos se vuelcan en el mismo lugar: los campus universitarios. ‘La cultura de la cancelación se está tomando poco a poco las universidades, incluso con políticas de corte comisarial, disfrazadas de propósitos inclusivos. La obsesión por la inclusión identitaria termina provocando otras exclusiones y se puede hacer cómplice de prácticas tan violentas como las funas’, advierte el escritor Cristián Warnken.

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‘Universidades públicas —por ejemplo— donde todos piensan igual dejan de ser universidades de verdad públicas, pues muchas de ellas comienzan a ser privatizadas por discursos identitarios de poco espesor intelectual. Hay que castigar los abusos de poder y de género, por supuesto, pero no generar abusos vengativos de signo inverso. En las universidades no puede imponerse la Ley del Talión’, añade.

 

El botón de pausa que vino a presionar la pandemia, con la suspensión de clases presenciales, y antes de ella el estallido social, puso de algún modo en el congelador debates que se venían produciendo en los ambientes universitarios. Por ejemplo, en torno a la tolerancia. En 2019, una alumna en Juan Gómez Millas de la U. de Chile acusó haber sido agredida por compañeros por su tendencia política de derecha.

 

Con pragmatismo

El debate es de los que tienen críticos y defensores igualmente apasionados. Con todo, Zúñiga enfatiza que ‘nunca es bueno hacer caricaturas, ni de unas ni de otras (posturas)’. En cada una, asegura que hay puntos a mirar. En las posiciones ‘más conservadoras’, dice, ‘el punto que hay que tomarse en serio (…) es que efectivamente no es posible sustituir la importancia de la circulación de ciertas ideas y, en ese sentido, esas ideas pueden provenir de grupos que no sean parte de posiciones desaventajadas’.

 

Por otro lado, dice, ‘los grupos que sostienen políticas de identidad tienen un punto al dar cuenta de que esos grupos normalmente han sufrido de una discriminación que si no es considerada en las prácticas políticas, entonces luego solo se eterniza’, agrega.

 

Todo lo que hay involucrado entre medio, así, para Zúñiga es discutible vía libertad de expresión. ‘Me parece importante asumir también, de otro lado, que uno no tiene una especie de derecho en la vida social a no ser, en algún sentido, incomodado por un lenguaje (…). Es una expectativa que no es posible de realizar y asegurar, y eso hay que también tenerlo en cuenta para tener, llamémosle, una posición pragmática, de cómo abordar este tipo de cuestiones’, concluye.

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¿Aceptado o cancelado?

‘Neoinquisición’. Ese es el concepto que ha trabajado Axel Kaiser —de hecho, le dedicó un libro— en torno a lo que, a su juicio, es la derivación más dura de la llamada corrección política. ‘Estamos entrando en una era de irracionalidad completa, porque la tesis central de esta filosofía, que creo firmemente que es el posmodernismo, es que no hay una verdad. Todo es un discurso, narrativas’, dice. ‘Esta es la gran ironía. Pretendiendo negar que existe una verdad, que se puede conocer a través de la razón, mediante la lógica y la evidencia, planteas al mismo tiempo una verdad que es absoluta. Primero, que no existe esa verdad y segundo, que todo es opresión’, agrega.

 

Lo vincula —como recoge el ‘Decálogo de la neoinquisición’, que creó la Fundación para el Progreso— con la llamada ‘cultura de la cancelación’, en que aquello que escape a los parámetros trazados por estas miradas o que resulte ofensivo, se vuelve un blanco. Para muchos, un eco de la ficción que planteaba ‘La mancha humana’, de Phillip Roth. ¿Algunos ejemplos? Libros, películas y otras creaciones que miradas bajo ópticas de estos días, no pasan la prueba. Como ‘Lo que el viento se llevó’, cuestionada por su tratamiento de la esclavitud y plantear estereotipos racistas.

 

Para Kaiser, esto es ‘completamente incompatible con la democracia liberal. Las ideologías identitarias que son colectivistas son incompatibles con la idea de un ciudadano que tiene idénticos derechos a los otros (…). Eso es una sociedad opresiva, ahora sí de verdad, porque estás utilizando la ley y el poder político para crear grupos que tengan jerarquías o estatus distintos’.

 

Manfred Svensson coincide en la preocupación y recuerda palabras de algunos convencionales en las que detecta una opinión sobre ‘qué grupos merecen validación y cuáles no. Pero el problema es que en la Convención son precisamente las identidades políticas las que deben encontrarse y dialogar’.

 

Desde Espacio Público, Pía Mundaca ofrece una interpretación muy distinta. Respalda que ‘la libertad de expresión obviamente es un valor básico de cualquier democracia, pero nuestra democracia es imperfecta si está construida sobre bases que excluyen a otros’.

 

En primera persona

Warnken conoce directamente la experiencia de la funa. El año pasado las redes sociales se encendieron en su contra luego que entrevistara al entonces ministro de Salud, Jaime Mañalich. El tono de las críticas fue tal, que luego circuló una carta con cerca de 200 apoyos, incluyendo varios políticos y académicos, condenando la violencia.

 

¿Cómo define lo políticamente correcto? Para el escritor, es ‘una expresión de la peligrosa tendencia a la unanimidad que comienza a extenderse en el ámbito universitario, político e intelectual. Nada más asfixiante y empobrecedor del debate de ideas que la unanimidad’.

 

‘Eso va a formar generaciones que nunca se verán enfrentadas a pensamientos distintos, con baja tolerancia a la discrepancia’, advierte.

 

Y sostiene: ‘Me resisto a callarme por miedo a ser funado o linchado en las redes sociales y siento que esto está ocurriendo con muchos intelectuales y profesores universitarios que practican una vergonzante y humillante autocensura’.

 

Una era marcada por las identidades

Una pieza clave en este debate cultural es la llamada política de la identidad. La define Peña en su libro como un término acuñado para ‘describir la presencia en la esfera pública de cuestiones en apariencia diversas como el multiculturalismo, el movimiento feminista, el movimiento gay, etcétera, esas diversas pertenencias culturales en torno a las cuales las personas erigen su identidad’.

 

‘La idea subyacente es que los seres humanos en realidad no comparten una misma naturaleza, sino que se forjan al amparo de distintas culturas a las que la cultura dominante habría subvaluado como una forma de someter y dominar a sus miembros’, complementa. Se configura así, escribe el rector de la U. Diego Portales, ‘un extraño fenómeno consistente en que la identidad queda atada a alguna forma de daño que convierte al sujeto en víctima y a la condición de víctima en la fuente de reclamos contra el discurso ajeno. La etnia, el género, la preferencia sexual son, por supuesto, factores sobre los que suele erigirse alguna forma de dominación; pero una cosa es identificarlos de esa manera y otra erigirlos en fuentes de la propia identidad y reclamar para que se los proteja contra el discurso ajeno’.

 

Lejos de una abstracción académica, la participación en función de identidades ha sido visible en distintas esferas de la política. A nivel universitario, por ejemplo, en la propuesta que alumnos de la U. de Chile trabajaban hace algunas semanas para conformar un congreso que refunde su federación estudiantil —con al menos 50% de mujeres y disidencias sexuales, se planteaba— o la corrección por paridad que se formuló en la Convención Constitucional para elegir las nuevas vicepresidencias. El género masculino no podría superar el 50% del total, pero la regla no sería aplicable a mujeres u otras identidades, ‘reconociendo la existencia de patrones de dominación histórica’.

 

Mientras que algunas interpretaciones valoran que la paridad sea ‘un piso y no un techo’, como plantearon varios convencionales, otros ven en este tipo de medidas un dejo de ‘victimismo’.

 

Manfred Svensson, investigador del IES, profundiza en este último concepto. Para él, no es claro que este enfoque permita avanzar de forma efectiva en los objetivos que se propone. ‘Obviamente hay un sentido positivo de la preocupación por la inclusión y la tolerancia. Pero no creo que esas prácticas vengan de la mano de la política de identidad, sino que más bien responden a una mentalidad opuesta: las culturas victimistas son por definición culturas de baja tolerancia. Por lo demás, es interesante que por mucho que se hable de ‘visibilizar’ a los postergados, esta mentalidad en los hechos vuelve invisibles a quienes no se ajustan a sus estrechas categorías’, sostiene.

 

La tensión también la han mirado intelectuales en el extranjero. Douglas Murray, pensador británico, advirtió en estas mismas páginas que ‘en el momento en que se llega a la igualdad, cuando por fin se la alcanza, no pueden vivir en ella. Los movimientos de minoría no son capaces de vivir en ambientes de igualdad’. En una veta política distinta, Camille Paglia, quien se describe como trans, también ha sido crítica de estas miradas.

 

Una cancha distinta

Otro debate reciente en la Convención también muestra la tensión en torno a quiénes deben estar representados en cargos de poder. Aunque finalmente se aprobó la propuesta de la mesa, que por la vía de patrocinios permitía llegar a la vicepresidencia a distintos sectores, hubo críticas de convencionales sobre la posibilidad de que la derecha llegara a estar representada.

 

La directora de Espacio Público, Pía Mundaca, valora la opción aprobada. ‘Habla no solo de que el deseo de que los espacios decisionales de la Convención reúnan a todas las fuerzas políticas, sin exclusiones, sino que muestra que algunos deseos no son solo retóricas sino que son hechos (…). Permite que, por ejemplo, Chile Vamos esté en la mesa. Resultaba incomprensible que no estuvieran con la cantidad de convencionales que tienen’.

 

Sobre la paridad, destaca que ‘más que si es piso o techo, me acomoda que haya un marco de discusión nuevo, donde se tiene que ir ajustando el funcionamiento, pero la cancha es distinta y eso lo celebro’.

 

 

Del todos y todas, a ‘les compañeres’

Corría el segundo período de gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet cuando el tema se instaló con fuerza. Eran años de ‘chilenos y chilenas’, ‘todos y todas’ y otras variantes, en que las reparticiones del Estado también se vieron llamadas a revisar sus expresiones. De esa época datan documentos como el manual elaborado por el Mineduc y el Ministerio de la Mujer y Equidad de Género, en el contexto de la reforma educacional, que orientaba a usar un lenguaje ‘no sexista e inclusivo’, y que sugería privilegiar, entre otros, el uso de términos neutrales. Por ejemplo, hablar de ‘el origen de la especie humana’ y no ‘del hombre’.

 

El mundo se movió rápidamente y apenas un par de años después, en 2018 —el mismo en que la ola feminista desbordó las universidades— tanto Bachelet como el Presidente Piñera dieron un paso más allá. En una misma semana, ella habló de ‘amigues’ cuando lanzó la fundación Horizonte Ciudadano y él, de ‘todes’, en una actividad en Lota. ‘Para estar a tono con los tiempos’, argumentó el mandatario.

 

Tres años más y Chile ve conformarse a su Convención Constitucional un domingo 4 de julio. Su vicepresidente, el abogado Jaime Bassa, hace uso de la palabra y cuando acude a la primera persona plural, instala la expresión que mantiene hasta estos días: nosotras.

 

Son los hitos clave de la irrupción del lenguaje inclusivo en la escena chilena. Una que podría parecer un juego de niños todavía en España, que en esta materia vive el debate en torno a estos usos con mayor intensidad hace años. Desde el ‘todes’ de líderes del Podemos como Irene Montero, hasta los intentos por cambiar el texto constitucional que incluyó hasta consultas a la Real Academia Española, la discusión está instalada en el mundo político de ese país.

¿Doblado, con ‘e’ o con ‘x’?

En Chile —en España también, en todo caso— está lejos de generar consenso, pese a lo extendidas que varias de estas expresiones están en algunos segmentos, como los grupos más jóvenes o los movimientos de izquierda.

 

Todavía genera ruido en algunos sectores. Ahí está, por ejemplo, el proyecto de ley que presentaron en mayo los parlamentarios Harry Jürgensen (hoy convencional) y Cristóbal Urruticoechea para prohibir el lenguaje inclusivo en la etapa escolar para ‘impedir que las ideologías contaminen’. O, hace pocos días, el revuelo que despertó la decisión del juez Daniel Urrutia de reemplazar la ‘o’ por ‘x’ en varias palabras de su resolución al amparo que presentaron constituyentes por la detención de un grupo de personas, que también incluía a integrantes de la Convención.

 

No es demasiado descabellado preguntarse si el lenguaje inclusivo saltará de la oralidad de la comunicación de algunos constituyentes a la redacción misma de la nueva Carta Magna. Hay distintas opciones, por cierto. Yanira Zúñiga, doctora en Derecho, menciona algunas de las alternativas: una es el lenguaje ‘doblado’ (todos y todas, por ejemplo) y otra, la que utiliza una inflexión final en ‘e’ (como ‘todes’), que incluye a las disidencias sexuales.

 

Si bien ve la forma específica como una discusión abierta, la académica de la U. Austral mira con buenos ojos su utilización: ‘Entiendo que a algunas personas les pueda disgustar, ya sea porque no se alinea con su posición ideológica, o porque resulta un poco disruptivo al oído, pero creo que las ventajas respecto de las personas que sí son consideradas como parte de ese lenguaje, son mayores que la incomodidad que le pueda producir a un cierto hablante hacer ese acomodo’. La abogada apunta, en todo caso, a que en la discusión hay un componente ideológico. Así lo detecta en aquellas críticas, por ejemplo, que apunten a ‘una especie de apego a las fórmulas tradicionales, en este caso, del castellano. Probablemente no tenga que ver tanto con esto, porque si es por eso, la mayoría del argot que utilizamos en las sociedades no está tampoco reconocido y normalmente no tenemos tanta incomodidad en usarlo’.

 

Personalmente, Zúñiga se inclina por el lenguaje doblado o términos neutros y universales, como ciudadanía.

 

La cientista política y directora ejecutiva del think tank Espacio Público, Pía Mundaca, pone el foco en que ‘no hay que tenerle miedo a discutir lo que está sobre la mesa’. Para ella, el auge de nuevas prácticas en el marco de la Convención, como lo es la proliferación de nuevos usos lingüísticos, es parte de los efectos de contar con un órgano que tiene una composición muy distinta a instituciones políticas ya conocidas. ‘Creo que para avanzar en justicia tiene que haber redistribución, tiene que haber reconocimiento, pero también tiene que haber representación y eso exige que sean parte de los espacios de poder, de donde se toman las decisiones y por eso es tan potente’, señala.

 

Sobre el lenguaje, en particular, añade: ‘Creo que nada de lo que está pasando está establecido (…) vamos a ir construyendo’.

‘Sería un engendro’

El escritor Cristián Warnken argumenta que desde el punto de vista lingüístico no hay ‘ningún fundamento para imponer en instancias tan importantes como la Convención un lenguaje ‘otro’ que no sea el español que conocemos. Ese uso arbitrario no solo es molesto, sino incorrecto. ¿Por qué tendríamos que aceptarlo?’.

 

Los cambios morfosintácticos del idioma, continúa, ‘demoran siglos en producirse; no es una élite —cualquiera esta sea— que puede arrogarse el derecho a destruir y maltratar las bases morfosintácticas de un idioma que es de todos, de una comunidad y de un país’.

 

‘Una Constitución redactada con ese lenguaje sería un engendro que solo generaría rechazo y escarnio en gran parte de la población que no se sentiría representada por él. Nuestro modelo debiera ser Andrés Bello, gramático y poeta que logró el milagro de poner poesía en un Código Civil. En un país de poetas, una Constitución redactada según el gusto de colectivos identitarios radicalizados sería un absurdo. Y una arbitrariedad imperdonable’, concluye.

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