Gobernabilidad y políticas de desarrollo por Valeria Barroeta

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El fin de la política ha sido concebido por filósofos, intelectuales y científicos sociales como el uso del poder en función del bien común. Por lo que se ha presentado una dificultad delimitar una ideología, un sistema o un determinado curso de acción idóneo, pues el bien común es un concepto abstracto. Sí se puede, sin embargo, conocer las acciones adecuadas para llevar a cabo, por medio de un antecedente histórico, la experimentación, el ensayo y el error; cuyo resultado del éxito o fracaso será descubierto a partir de la respuesta de aprobación o desagrado del público gobernado. Así, el bien común, puede ser entendido de manera general a partir de un conjunto de elementos como lo son la convivencia, la seguridad, el orden, el desarrollo y la estabilidad de la sociedad; un buen gobierno debe apelar siempre a la conservación y la mejora de estos elementos para alcanzar su objetivo fundamental, el cual sería el denominado bien común o bienestar general. Ahora, ¿cómo puede un gobierno ejercer esta función? Surge entonces, un concepto relativamente nuevo en las ciencias sociales, el cual en efecto abarca el ejercicio de obligaciones y competencias para actuar, del que sería un buen gobierno: la gobernabilidad.

La gobernabilidad no posee una definición precisa como la de gestión, administración o dirección. Su percepción es un complejo conjunto de conceptos vinculados entre sí, como es la ejecución de los elementos previamente mencionados incorporado a la propia capacidad del gobierno de ejercerlos, por eso al hablar de gobernabilidad, se refiere a una relación entre las visiones de estabilidad, orden, legitimidad, desarrollo, eficiencia y eficacia. Del mismo modo, la gobernabilidad naturalmente se asocia en gran medida con la calidad de la democracia, pues el bien común fundamentado en la gobernabilidad y el gobierno del pueblo son conceptos intrínsecamente vinculados. Por otro lado, al igual que se presenta una dicotomía entre la teoría de un concepto y la práctica del mismo, existen variables relacionadas con el concepto de gobernabilidad, entre estas se pueden mencionar la pobreza, la desigualdad y la exclusión. Cabe destacar que este concepto puede presentarse como una noción ambigua, pues como fue mencionado al principio del párrafo, este no posee una definición precisa, por lo que la percepción de la gobernabilidad en el presente ensayo será desarrollada con las disposiciones previamente establecidas.

Ahora bien, en líneas generales se entiende literalmente que la gobernabilidad es la capacidad de un gobierno de dirigir, y por extensión, la capacidad de una sociedad de ser

 

gobernada, entonces así, se entendería que lo opuesto a esto, la ingobernabilidad, sería la incapacidad de gobernar y/o ser gobernado. No obstante, este concepto es más profundo que lo que su sentido literal puede otorgar, por lo que cada autor que la ha planteado le proporciona su propia delimitación. La concepción de gobernabilidad surgió aproximadamente a mediados del siglo XX, en una época de diversos cambios políticos globales, por lo que naturalmente, varios autores alrededor del mundo expusieron su propuesta sobre la gobernabilidad. Nos podemos encontrar con Juan Rial en su artículo “Gobernabilidad, partidos y reforma política en Uruguay” (1987) para la Revista Mexicana de Sociología, donde considera la gobernabilidad como “la capacidad de las instituciones y movimientos de avanzar hacia objetivos definidos de acuerdo con su propia actividad y de movilizar con coherencia las energías de sus integrantes para proseguir esas metas previamente definidas. Lo contrario, la incapacidad para obtener ese … ‘encuadramiento’ llevaría a la ingobernabilidad”; entendiéndose la gobernabilidad como una característica de los actores políticos en relación a sus acciones. Mientras que, por otro lado, Ángel Flisfisch plantea en “Gobernabilidad y consolidación democrática” (1987) publicado en la Revista Mexicana de Sociología que “se entenderá que la gobernabilidad está referida a la calidad del desempeño gubernamental a través del tiempo –ya sea que se trate de un gobierno o administración, o de varios sucesivos-, considerando principalmente las dimensiones de la ‘oportunidad’, la ‘efectividad’, la ‘aceptación social’, la ‘eficiencia’ y la ‘coherencia’ de sus decisiones” por lo que se puede concebir la gobernabilidad como una condición adquirida por medio de ciertos elementos. Siguiendo esta orientación, Xabier Arbós y Salvador Giner consideran que la gobernabilidad es una “cualidad propia de una comunidad política, según la cual sus instituciones de gobierno actúan eficazmente dentro de su espacio de un modo considerado legítimo por la ciudadanía, permitiendo así el libre ejercicio de la voluntad política del poder ejecutivo mediante la obediencia cívica del pueblo” en “La gobernabilidad, ciudadanía y democracia en la encrucijada mundial” (1993), por lo que surgen nuevos elementos destacables dentro del concepto, como lo son la legitimidad y la ciudadanía. Y así sucede con cada definición propuesta, por lo que, como se mencionó al principio, se mantendrá un concepto general de la gobernabilidad, el cual es entendido como la capacidad de los gobiernos para realizar sus funciones de manera eficiente. No obstante, es importante señalar la existencia de otros elementos imprescindibles en la génesis de la

 

gobernabilidad aparte de la eficiencia en el desempeño de un gobierno. Entre estos se debe destacar y diferenciar la legalidad y la legitimidad, pues sin alguna de las dos no existe una gobernabilidad. La legalidad se entiende como el cumplimiento de normas formales, donde el actor o entidad de poder público está sometido a la ley; la legitimidad es la aceptación y respaldo al determinado sistema; ambas son necesarias para que se pueda considerar un Estado como democrático y de Derecho.

El Gobierno como conductor del Estado sigue una estructura en su ejercicio; el primer componente primordial es la posesión de fuerza, la cual, según Max Weber equivale al poder, pues este mismo radica en el monopolio legítimo de la violencia; a través de la mencionada fuerza se coacciona a los ciudadanos a acatar las leyes y pagar los impuestos, se controla y domina a la población. Este poder, en un sistema democrático, es otorgado al gobierno por medio de la legitimidad, por lo que, si el mismo gobierno no cumple las expectativas de los ciudadanos, puede perder legitimidad y, por ende, el poder. Y es a través del poder que el gobierno puede realizar todas sus acciones, por lo que, si pierde legitimidad y poder, se desarrollaría lo que se considera un Estado fallido. En este sentido entonces se puede hablar de una crisis de ingobernabilidad, de las cuales se pueden distinguir tres presunciones: la crisis fiscal, la cual sería una sobrecarga de demandas de los ciudadanos; una crisis institucional, donde se genera un conflicto en la relación entre la gestión de gobierno y los actores políticos de oposición; y una crisis en la gestión administrativa del sistema, la cual se puede generar de dos formas: una crisis de racionalidad, la cual es la incompatibilidad e incapacidad de las autoridades para manejar el control estatal, y una crisis de legitimidad, la cual es la pérdida de aceptación hacia el gobierno, cuando este es incapaz de administrar el escenario sociopolítico.

En otro orden de ideas, se va a abarcar a continuación el concepto de un extenso curso político de metamorfosis, conocido como la reforma del Estado. Primero que nada, se debe delimitar el Estado, el cual de acuerdo a Max Weber es el conjunto de asociaciones políticas dentro de un determinado territorio, que posee el monopolio legítimo de la violencia –el poder-. Por otro lado, una reforma es definida por la Real Academia Española como ‘aquello que se propone, proyecta o ejecuta como innovación o mejora en algo’. Tomando lo anterior en cuenta, se puede hablar entonces de la reforma del Estado, la cual según Allan Brewer-

 

Carías, es un ‘proceso político de orden constitucional destinado a transformar la organización del poder’. El autor plantea que una reforma constitucional debe aludir e influir sobre los aspectos de la dinámica del poder para que esta sea considerada una reforma del Estado, pues al ser el poder el principal elemento dentro del propio Estado, al no referirse a este componente, no podría ser calificado como una reforma del Estado, sino una reforma Institucional, Administrativa o Constitucional. Es por ello, que una reforma del Estado debe estar vinculada principalmente con el régimen político; la democracia, lo que abarcaría las relaciones de sociedad y Estado, el ejercicio de la soberanía y los derechos y deberes de los habitantes; seguidamente, una reforma del Estado debe aludir a la distribución vertical del poder público, es decir, del territorio, pues la forma de Estado está relacionada con la estructuración de un Estado centralizado o descentralizado. Y del mismo modo, una reforma del Estado recae sobre la distribución horizontal del Poder Público, pues el equilibrio y armonía de poder en una separación descentralizada y el control recíproco –especialmente del orden judicial- son elementos esenciales de una reforma del Estado. Brewer-Carías continua, señalando como ejemplo la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela vigente aprobada en 1999, la cual, plantea, que contrariamente de haber sido realizada durante un periodo constitucional excepcional por una Asamblea Nacional Constituyente, resultante de una severa crisis del sistema político, no ha generado una reforma del Estado alguna debido a que no hubo una transformación en la dinámica del poder; inclusive con los cambios políticos producidos desde la llegada al poder del entonces presidente Hugo Chávez, como la creación de nuevos ministerios, el cambio en la titularidad de órganos del poder y la designación del país, la aparición de entidades de participación ciudadana como los consejos comunales, y el origen de los poderes Ciudadano y Electoral, entre otros cambios institucionales destacables, no obstante, ninguno de estos cambios significó una reforma del Estado, más bien, si se va al caso, el Poder Público se ha concentrado desde el ejecutivo, generando un proceso de re-centralización del poder y competencias de los órganos, en una completa oposición de las premisas de una reforma del Estado.

Ahora bien, en la actualidad Venezuela transcurre un periodo de crisis política, social y económica sin precedentes, como resultado de un sistema político impopular que no satisfacía las demandas de los ciudadanos durante su etapa bipartidista a partir de la segunda mitad del siglo pasado, lo que conllevó a la llegada de un líder populista y demagogo, quien,

 

empleando su excepcional carisma, convenció a una mayoría de la población de que su visión era la única solución a todos los problemas que acontecían en ese momento, eventualmente transformando los fundamentos del sistema político en lo que se denominó como Socialismo del siglo XXI. Los eventos sociopolíticos del país desde su transformación ideológica hace dos décadas son conocidos y extensos. Un golpe de Estado, un paro cívico-petrolero, el auge del petróleo y más adelante la menor producción en la historia petrolera del país, la reforma de la Constitución con el fin de refundar la República, el desarrollo de una de las peores inflaciones de la historia de América, escasez de productos de primera necesidad, la expropiación de industrias privadas y como resultado la disminución del nivel de productividad del país, una emigración masiva, el éxodo de empresas y servicios, la maximización de la corrupción, el posicionamiento de las fuerzas armadas en los poderes públicos, manifestaciones en diversas ocasiones que concluyeron en pérdidas ciudadanas y captura de presos políticos, junto con la dirección de una oposición fútil, insignificante y vacía y una polarización total de la población, son algunos de los acontecimientos más destacables de los últimos 20 años. En un perfecto ejemplo de ingobernabilidad, el régimen del actual presidente Nicolás Maduro, carece de legitimidad dentro de la población, respaldado única y principalmente por el reconocimiento internacional de países aliados, como Bolivia, Cuba, China, Irán y Rusia, para mencionar algunos; por otro lado, el presidente en disputa de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, a pesar de haber tenido legitimidad de la población durante los inicios del levantamiento en 2019, y reconocimiento internacional de países como Alemania, Brasil, Chile, Colombia, España, Estados Unidos y Reino Unido, entre otros, no obtuvo el elemento político de vital importancia, a diferencia de Nicolás Maduro quien posee el monopolio legítimo de la violencia, al controlar las fuerzas armadas y cuerpos policiales del país, por lo que, siguiendo la tesis de Max Weber, se entiende que Maduro posee el verdadero poder del Estado.

La gobernabilidad es un concepto complejo e indeterminado, una variedad de autores la han definido en base a sus disposiciones, y aún sigue en disputa el verdadero significado de gobernabilidad. Sin embargo, se pueden vincular ciertos conceptos con la concepción de esta misma, como se percibe la capacidad de gobernar logrando y conservando la estabilidad, el orden, la eficacia, la eficiencia, la legalidad, la legitimidad y la democracia. Si se consideran estos factores al aplicarse en Venezuela, se puede llegar a la conclusión que en el

 

país hay un caso de ingobernabilidad, pues la única estabilidad que se encuentra es la de la constante y creciente incapacidad y corrupción en la gestión de los órganos del Poder Público. Anudado a la falta de liderazgo, y la desorientación e insolvencia que infunde la fuerza de la oposición, el país está sumido en una crisis sin rumbo alguno, fracturado en dos por una polarización ideológica la cual sólo logra perjudicar a la población; y no hay actores responsables que se atrevan a intentar salvar la patria, pues se ha evidenciado que la muerte es una posibilidad constante que coquetea con cualquiera que se plantee cambiar el país, y no sólo una muerte física, sino también un deceso espiritual, siguiendo a Sócrates, la injusticia destruye el alma, y en el escenario político venezolano, son muchos que al no poder con el enemigo, se han unido a ellos en el goce de la consecución de intereses individuales a costa de los recursos del Estado. Pero no hay que perder la fe, pues si se estudia la historia se puede reconocer que, tras cada periodo dificultoso, tras cada crisis y desequilibrio social, se ha generado un despertar colectivo, como el fénix que renace de las cenizas.

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