El establecimiento colombiano gana de nuevo: ¿a qué precio? Por Daniel Raisbeck

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Según la prensa internacional, Gustavo Petro, el socialista del siglo XXI que ganó las elecciones presidenciales en Colombia el pasado domingo, era un candidato “anti-establecimiento”. La descripción sería correcta si el establecimiento colombiano aún lo conformara una augusta clase alta, como aquella que personificaba, por ejemplo, Roberto Urdaneta. Sin ser electo, Urdaneta gobernó al país entre 1951 y 1953 y, según rumores, pasaba tanto tiempo en el Jockey Club como en la Casa de Nariño.

Colombia ha cambiado desde entonces. Todavía hay un establecimiento, pero ahora lo conforman académicos de izquierda, periodistas o “influenciadores” progresistas, caimacanes del sector público y políticos de carrera. Según la ideología que, gelatinosamente, une a estos subgrupos, la muy intervenida economía nacional, la cual ocupa el puesto número 92 en el Índice de libertad económica del Instituto Fraser, la rige un despiadado sistema “neoliberal” que requiere aún más impuestos, regulaciones asfixiantes y dádivas estatales. Según otro de sus mantras, la única manera de lidiar con las insurgencias comunistas y de inspiración cubana es rendirse ante ellas, con la inmediata oferta de generosas amnistías para cualquier narcotraficante barbudo que porte un Kalashnikov.

Esto quedó claro en el 2016, cuando los matones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) obtuvieron una amnistía y 10 curules en el Congreso sin necesidad de elección popular. Desde el 2018, los cabecillas llevan a cabo sus deberes parlamentarios como los demás legisladores de mediana edad, con sus camionetas blindadas y cinturas en expansión, todo a costa del fisco. Así, las FARC ocupan sus puestos en el capitolio junto a especímenes electos, pero, de lo contrario, indistinguibles. Lo cual significa que ya hay una parte semi-formal del cursus honorum que incluye el “activismo” previo en grupos guerrilleros.

Sin duda, Petro, quien fue amnistiado tras pertenecer a la guerrilla del M-19 y ha ejercido cargos públicos durante más de tres décadas, forma parte del neo-establecimiento. Su cercanía con Hugo Chávez, a quien asesoró, sí asustó a parte de la tecnocracia keynesiana, al igual que sus propuestas de acabar la exploración de petróleo, el principal producto de exportación del país, expropiar las cuentas privadas de ahorro pensional e imprimir dinero para financiar una serie de subsidios. No obstante, Petro logró contar con el apoyo de un exministro de Hacienda “neoliberal”, de varios antiguos miembros de la junta directiva del emisor y de otras vacas sagradas de la clase tecnocrática.

El rival de Petro fue Rodolfo Hernández, un magnate de la construcción de 77 años de edad. Este exalcalde de Bucaramanga, una ciudad intermedia, era un neófito absoluto en la escena política nacional. Aún así, logró estremecer al establecimiento político y burocrático con su popular propuesta de recortar todo el gasto público superfluo, una postura revolucionaria en el contexto colombiano. Hernández inclusive aseguró que obligaría a los congresistas a pagar de su propio bolsillo todos los gastos de sus camionetas y planes de telefonía celular. Para estos últimos, no era permisible que semejante empresario tosco y pequeño burgués llegara a la presidencia.

Durante su discurso de victoria, Petro aseguró que le debía su triunfo a los jóvenes y a las minorías oprimidas. Sin embargo, lo que realmente lo impulsó hacia la meta final —sólo venció a Hernández por un margen de 700 mil votos— fue el apoyo de las bien aceitadas y frecuentemente corruptas maquinarias electorales, cuyos jefes buscaban proteger sus tajadas del presupuesto nacional o sus feudos burocráticos regionales.

Al parecer, tanto los biempensantes como los operadores de las maquinarias políticas apostaron a que, de alguna manera, podrán frenar las tendencias más fanáticas de Petro. Según algunos comentaristas, el Congreso, el cual no controla su partido, puede resistir sus intentos de gobernar como autócrata, mientras que el banco central mantendrá su independencia. Otros interpretan su promesa de “desarrollar” el capitalismo colombiano como una señal de moderación.

Por mi parte, mantengo mi escepticismo, entre otras cosas a raíz de mi experiencia personal frente a Petro en debates digitales —en una ocasión me escribió para defender la teoría valor trabajo— y durante su alcaldía en Bogotá. En ese entonces, intentó de manera completamente arbitraria —con gesticulaciones ideológicas y bajo presión del sindicato de maestros— cerrar los 25 “colegios en concesión” de la ciudad pese a su considerable éxito. Es decir, pienso que Petro podrá presionar o sobornar a suficientes políticos como para controlar el Congreso. Hasta podría intentar una toma hostil del banco central.

Soy colombiano y ciertamente no quiero que Petro le haga a Colombia lo que sus aliados le hicieron a Cuba o a Venezuela, cuyos tiranos lo felicitaron ayer de manera efusiva; tal vez asombrosamente para algunos en Washington, Bogotá anda con velocidad hacia el eje que conforman La Habana, Caracas y Managua. Pero tampoco me sorprendería si los sectores urbanos, acomodados y tenedores de múltiples diplomas que apoyaron a Petro terminen por arrepentirse de ello.

 

Publicado por www.elcato.org

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